- Vamos a la casa de unos amigos a cenar- me dijo en vista de que planes no había muchos.
- bueno. vamos...- dije a regañadientes sabiendo que algo místico me esperaba.
Después de caminar unas 47 cuadras y de muy mal humor por eso, llegamos a la posada ancestral de algún abuelo, que en ese momento era habitada por jóvenes un tanto raros. Pasillo con habitaciones de puertas altas y oscuras hasta el final que se veía un poco de luz. Un patio interno con plantas y al final la cocina y más allá el fondo de la casa.
Nos recibió una chica de unos 25 años que en seguida alistó unos envases de cerveza para mojar el gargero. Pusimos un poco de plata entre todos y un pibe de look excéntrico se dispuso ir al almacen. Para aprovechar el viaje también compramos el morfi. Como yo estaba observando cada detalle de la casa no puse atención en la comida que decidieron comprar, pero confiaba plenamente en ellos.
Llegaron las cervezas y evitamos que se calienten rápido porque era verano, de modo que pusimos cuatro en el freezer y una la dejamos para matarla en el momento. Cuando decidimos abrir la segunda, yo ya tenía intenciones de fumarme un cigarrillo, de modo que manoteé el paquete que tenía en el bolsillo e intenté prender uno. El acto fue inmediatamente frustrado por ese chico de ropas extrañas. Me dijo "no no, acá no se puede fumar, andá al fondo porque acá hay un depósito de pirotecnia". Bueno, dije yo y me fui hasta el fondo. Cuando regresé vi que ya estaban poniendo la comida en el horno. Supuse que eran unas hamburguesas o unas milanesas de pollo envasadas y congeladas, ya que las sacaban de unas cajas color verde clarito.

Claro, en el momento nunca pensé que el pollo se envasa en colores amarillos y la carne en envases rojos, no le di importancia en el momento, pero luego, cuando nos sentamos a la mesa y degusté el primer bocado, pregunté qué era lo que estábamos comiendo. "Milanesas de soja" dijo una chic
a con una sonrisa que desbordaba alegría, en contraste con mi cara de pocos amigos al saber que estaba cenando esa porquería.
Reunidos a la mesa en el patio interno que tenía la casa, la cena daba comienzo, pero el postre se servía en cada conversación que se entablaba. "Los delfines tienen una inteligencia superior y deberíamos aprender mucho de ellos, porque ellos son solidarios" dijo uno. Yo paré de masticar mostrando la comida, y me dispuse a disfrutar de ese plato que era más tentador que mi milanesa de soja con ensalada de remolacha cruda con cabitos de acelga mezclados. La clase de sociología, fauna marítima, y ética ciudadana convergían en un solo discurso dado por este muchacho y las preguntas que les hacía los demás, que mucho más cuerdos no estaban.

-¿Vos decís que los delfines son inteligentes? ¿Crees que se saben el teorema de Pitágoras o el de Ruffini y resuelven problemas de física cuántica?- pregunté a un individuo que no entendió la ironía, y me argumentó que es obvio que los animales de esas características no saben de matemáticas, pero que debería saber cómo es que hacen para trasladarse de un lugar al otro sin perderse. Ante semejante respuesta yo no sabía si me estaba tomando el pelo o era realmente estúpido; lo peor es que el resto de los comensales prestaban un interés inusitado y hacían preguntas que eran respondidas por nuestro sociobiólogo marino.
"Tenemos que hacer un viaje a la costa e ir a visitar a los delfines" dijo muy comprometida con la causa una de las chicas, y a mi se me escapó un pedazo de milanesa por la nariz. Eso ya era demasiado.
La cena permaneció en paz por unos instantes -si por paz se entiende no hablar de la solidaridad de los delfines, la lujuria de las mariposas, la ética de los cangrejos o las capacidades políticas de los osos panda- y hablaron de cosas banales que a mi me entretenían mucho. Pero la paz no fue duradera y el debate se armó cuando en un grupito de la punta discutían sobre el arte.
Qué es el arte, preguntó una de las chicas, y ahí se armó la hecatombe. No voy a entrar en detalles, pero como me involucré en la discusión y argumenté de manera muy sólida mis conceptos, terminamos afirmando que la pesca es arte. Sí señores, si uno argumenta de manera suficiente, podemos decir que apretarse un grano es arte efímero, manchar el calzoncillo con mierda es arte abstracto, y tirarse un pedo y olerlo debajo de las sábanas forma parte del romanticismo.
Y ya que hablaban de arte "pintó" el faso. ¿Cómo, no era que había un depósito de pirotecnia? pensé yo. Si, si lo había, pero parece que el tabaco es producto de las grandes corporaciones capitalistas que agrandan la brecha entre ricos y pobre y rompen el tejido social, por eso está todo bien con el faso. ¡¡A la mierda, te vas a re cagar pelotudo!! exclamé por dentro y saqué un Marlboro. Prendí esperando que me dijeran algo, pero la marihuana ya había hecho efecto y todo era tranquilidad.
En un momento mi atención se desvía ante una palabra que desconocía y presté mis oídos a una charla que empezaba así:

- Tenés que hacer parkourt, es totalmente liberador. Los obstáculos no existen y te tenés que valer de tu cuerpo para llegar a la meta.
- Siii, re daaaa. ¿hacemos?
- Dale dale, movamos un poco las mesas y ponemos un par de sillas.
- Siii, buenísimo, dale.
Los chicos iban a hacer parkourt dentro de una casa... Si creían que esto era mucho, es porque todavía no les hablé del flaco de la túnica roja, pero esa es otra historia.
Hasta acá tenemos un combo bastante particular: Milanesas de soja porque eran todos vegetarianos; la capacidad intelectual de los delfines; la pesca como arte, par kurt dentro de la casa. Faltaba que se pongan a hablar de anarquismo y era donde me sacaba la alpargata y los cometía un boludicidio a alpargatazos. Mientras tanto miraba el par de idiotas que sin marearse saltaban una silla, pasaban por arriba de una mesa, se metían por la ventana que daba a la cocina y salían por la puerta de la misma para volver a repetir el circuito.

En otra punta dos armaban cigarrillos de tabaco armado. Cerca del pasillo de salida un pibe le ponía la mano en la frente a una chica que con ojos cerrados inhalaba y exhalaba profundamente como siendo desposeída. Entre tanto, por la puerta de una de las piezas salía un chico con túnica roja y nos invitaba a bailar a la plaza. Como nadie aceptó, decidió agarrar piedras del patio y nos regaló amor, paz y energía encapsuladas en cada una de ellas. Después de semejante acto de altruismo se fue con su túnica a bailar solo a la plaza. Cuando volvíamos para mi casa lo vimos sentado en pose de indio en el pasto.
Hubiese preferido quedarme mirando los programas de concurso telefónico que dan por los canales de aire a la madrugada.
Nunca más los vi, nunca más los crucé, y cada vez que veo delfines me acuerdo de estos personajes. Todavía guardo mi piedra por si en alguna ocasión surge una charla de espiritualismo y les cuento mis experiencias místicas de aquella noche que nunca olvidaré.